martes, 13 de marzo de 2012

ISRAEL Y LA INJUSTICIA



Si la justicia pudiera impartirse como la pintan los iconos (una mujer con una balanza y los ojos vendados) no cabria otra posibilidad, mal que le pese a Israel y al conjunto de Occidente, que reconocer la arbitrariedad y el despojo de que Israel se haya instalado allí donde arbitrariamente lo ha elegido, desalojando a sus antiguos pobladores. Es evidente que desde que se fundó hasta hoy, la situación en la región ha cambiado radicalmente. Pero una cosa es plantearse la solución al problema palestino desde un punto de vista meramente teórico (como un principio abstracto y puro de justicia), y otra muy distinta si el análisis parte desde una apreciación práctica y condicionada por unas ‘realidades’ que parece obligado respetar.

Los judíos han hecho muchas cábalas –valga el juego de palabras- para erosionar el impacto de este hecho esencial, que supone para el nacimiento de Israel un ‘pecado original’, por mucho que se haya bendecido al nuevo Estado y justificado la imposición con el escudo del holocausto: No hay derecho a lo que hicieron y tampoco a lo que siguen haciendo, esa es una verdad incuestionable. No hay derecho que pueda avalar el despojo y la arbitrariedad cometidos por las grandes potencias como si la tierra de Palestina hubiera sido un botín de guerra perdido por Alemania, Italia y Japón. ¿Sabían siquiera los palestinos –tal vez de oídas- que se había producido el holocausto?

Estos 66 años de historia de Israel han sido (y esto se prolonga todavía hoy y parece proyectarse hacia el futuro) de una invocación incesante al holocausto. Como si hablar de ese genocidio y observarlo desde todos los ángulos posibles, exorcizarlo bajo los ritos más variados, supusiera levantar un enorme muro que fortificara al Estado Judío con una coraza inexpugnable… Y paralelamente se fue torciendo el eje del debate, trasplantándolo desde el principio de justicia inexorable, de justicia de ojos vendados, al de justicia relativa y atada a la realidad, al de una justicia que ya no sería tal porque habría quedado aprisionada dentro de una jaula en la que una serie de hechos, presentados ya como inmutables, resultarían –resultan– los imponentes barrotes tras los que se le encierra. Todo un doble juego de argumentos: de una parte, golpear día tras día el hierro siempre candente del genocidio nazi; de otra parte, condicionar el ‘juicio’ a una realidad presentada como inmutable.

De modo que la ‘justicia relativa’, la que se quita cínicamente la venda, dicta la nueva ‘ley’ arbitraria que viene a consolidar, con todo el poder de Occidente detrás, que Israel debe subsistir como sea; que no hay principio ni fuerza moral que sea mayor que esa imposición, porque, curiosamente, la ética se ha ‘adaptado’ a la realidad y la realidad viene amarrada por el poder económico, político y militar. Y a cambio, estos 66 años han transcurrido sin que los usurpadores dieran un solo paso concreto hacia la convivencia con su entorno. Es más, su manera de entender la solución al conflicto se ha afianzado desintegrando su entorno. Quizás hoy esta historia, que rebasa con tanta holgura el medio siglo, pueda plantearse en términos bíblicos para preguntarnos quién sería en la actualidad David. Aquel David israelí de 1946 empleó estos 66 años de protección política, económica y militar brindada por Estados Unidos para hacerse cada vez más fuerte militarmente y desarmar todos los proyectos autónomos que proliferaron en el mundo árabe-musulmán de sus vecinos.
Sus fronteras se fueron consolidando en el sur, con Egipto. En el este, con Jordania. En el norte, frente a una debilitada Siria, con la creación de un colchón de tropas internacionales y a un atomizado Líbano, aún cuando desde este último país, está la activa Hezbolá dando batalla. Guerra tras guerra Israel asentó su poder y contó con Occidente para anudar alianzas y pacificar a sangre y fuego –dicho literalmente- las revueltas. Fueron 66 años durante los cuales la realidad se invirtió: el David de esta historia ya no puede ser Israel –si es que alguna vez lo fue- sino que es claramente identificable con el pueblo palestino, aplastado, bombardeado, mermado por crímenes y acoso económico. Por la guerra o con la diplomacia, con contumacia y a la fuerza, Israel fue haciendo cada vez más seguras sus fronteras. Pero a la opinión pública la realidad se le sigue presentando como una heroica lucha del ‘débil’ y ‘precario’ David israelí por la supervivencia.

Justicia… ¿con venda o sin venda? Con venda: simplemente devolver a los palestinos las tierras de las que fueron expulsados. Sin venda: ver esa realidad en la que aquella nueva nación, rodeada por enemigos que la desafiaban, es hoy la potencia depredadora de ese pequeño, troceado y nunca autónomo Estado Palestino, refugio minúsculo para el pueblo despojado. Ni siquiera esa concesión mínima, arrancada a este Goliath empinado sobre su propio poder y sobre el poder de los que dominan el mundo… Ni siquiera esa concesión mínima, pactada y refrendada, fue cumplida. ¿No es posible que el Planeta se apunte en algún momento al ideal de Justicia, sea cual sea la modalidad elegida?

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