lunes, 1 de agosto de 2011

LA FAMA: MATAR O MORIR POR ELLA



La fama puede ser un pedestal o un cadalso. Y por alcanzar ese estatus se puede matar o morir, como hemos podido comprobar en estos últimos días. La muerte de Amy Winehouse y la matanza de Noruega son dos viajes, uno de ida y otro de vuelta del infierno que supone la fama. Para conseguirla hay caminos largos y tortuosos que exigen una vida entera dedicada a una obra artística, científica o humanitaria, pero hay también atajos, como vender tu alma a una cadena de televisión, o el crimen. Los criminales escriben su nombre en la historia de forma automática aunque no sea con letras de oro. Por eso, en nuestro memorándum de celebridades comparten cartelera Gandhi y Adolf Hitler.

Anders Breivik, el asesino de Utoya, cegado por su afán de protagonismo, decidió saltar desde el anonimato a la primera plana de los periódicos matando a lo bestia, que es la manera más rápida de fabricarse una leyenda. Su presunta hazaña carece de toda grandeza y singularidad, pues ni como psicópata sanguinario resulta original al limitarse a imitar conductas de otros criminales de la historia y justificarlo en un batiburrillo imposible de argumentos pseudo-ideológicos. Era templario, masón, homófobo, islamófobo, machista y, posiblemente, neonazi. Lo que fuese con tal de justificar un odio que hiciera mucho ruido y atrajera la atención hacia su mediocre persona. La fórmula parece haber dado resultado, con lo que su infancia carente de afecto por el abandono del padre y las livianas costumbres de la madre, así como la apariencia de serafín de cabello rubio y ojos azules tan incoherente con su cruenta barbarie, han pasado a ser temas de análisis colectivo. Hemos de suponer que el narcisismo y la egolatría, lo único grande en tan deplorable esperpento, se deben ver sumamente satisfechas. No sería de extrañar que surjan fans fantaseando con imitar su método para llegar a la fama. Es más fácil imitar a un asesino que a un artista, un científico o un premio Nobel de la Paz y, por lo demás, todo parece valer con tal de alimentar los delirios de grandeza de los que casi nadie parece librarse desde que existen internet y cadenas como Telecinco. Habida cuenta de que cualquiera, sin mérito alguno, puede alcanzar la celebridad, la búsqueda de la fama se ha convertido en una obsesión globalizadora.

Tal vez harían falta cursillos en los centros de enseñanza para mostrar a los jóvenes el lado amargo de la fama y sus consecuencias. Un ejemplo evidente lo encontramos en la reciente y trágica muerte de Amy Winehouse. Incluso la fama que da el talento tiene contraindicaciones funestas. Y ella tenía talento, no para peinarse y vestirse, todo hay que decirlo, pero sí para hacerse distinguir con un brillo especial entre tanto músico mediocre. Con su segundo disco había encontrado la vía de salida perfecta, el estilo y la entonación, para una voz prodigiosa. Eso la llevó al estrellato automático y a estrellarse de manera casi simultánea. Porque si lo piensas detenidamente, puede que empieces a comprender lo que le sucedía, su moño puntiagudo, los rabos de sus ojos, su agresividad como otra estrategia de defensa, de distanciamiento. Y también sus adicciones, por qué no. Tiene que ser terrible, a palo seco, presentarse ante un público que te exige la mejor voz del soul británico: ser la sublime. Desde ese punto de vista lo peor no es ser el peor. Porque al mejor le queda sólo mantenerse o caer, con todo lo que ello conlleva de intolerable presión psicológica, alimentar las expectativas desorbitadas de los admiradores y apartar con la otra mano a los buitres que se mueven por la envidia y se alimentan de carroña. Ahí estarán el crítico que está deseando hablar de un concierto decepcionante, el paparazzi al acecho de captar una foto en momentos bajos, los celosos del talento ajeno que disfrutan diciendo que estás acabada, el columnista que espera publicar ese epitafio que ya tiene escrito.

Por la fama se mata y también se muere, la historia está llena de ejemplos. En realidad no es más que un cruel espejismo con los pies de barro.

4 comentarios:

Antoniatenea dijo...

Cuando los buenos sentimientos y el amor lo has vivido desde recién nacido es difícil que la fama o cualquier otro móvil desencadene una matanza como la de ese hobre de Oslo.
Algo iba mal en ese cerebro, alguien sembró la semilla del odio, de la maldad. Algo desorganizó ese disco duro de su cabeza y le volvió loco. Amor lleva a amor y este monstruo no salió por generación espontánea.


Es tan horrible la escena que te pasa por la mente de la feroz matanza a sangre fría que no puedo entender que ni deseos de fama ni otros móviles movieran eso.
Un abrazo.

Pacogor dijo...

Yo no creo que esté loco. Ese pensamiento nos tranquiliza, pero estoy seguro de que no es así. Es más un mal social que individual: El odio del fascismo que desprecia hasta grados inauditos los derechos democráticos y a los que los defienden o practican. La extrema derecha avanza en Europa y era cuestión de tiempo que algo así sucediera. Nos vendan los ojos con el peligro islámico y nadie ha movido un dedo contra el que significa el fascismo. Pues ahí está, alimentándose de la crisis que nos azota. Hasta ahora se había limitado a gritar, rapar cabezas, patear mendigos o inmigrantes, lanzar consignas envenenadas desde algunos medios o pasar desapercibidos en determinados partidos de la derecha. Pero está vivo y creciendo, más tarde o más temprano el monstruo mataría...

Anónimo dijo...

-Excelente
Creo que sólo quien conoce las facetas de la fama puede comprender lo que ha vivido esa muchacha

Hoy, más que nunca...
ESCRITO CON SENTIDO

Un abrazo, poeta

Montserrat dijo...

Una buena definición.