jueves, 11 de agosto de 2011

CINE



Para qué negarlo: El cine es una de mis pasiones. Y por lo que se ve es un mal contagioso o que se hereda porque curiosamente mi hija va por el mismo camino... O puede que para ella sea aún peor, que nunca se sabe y aún le queda mucho camino que recorrer y muchas entradas que comprar para satisfacer sus ansias de disfrutar del conocido como Séptimo Arte.

El cine es una fábrica de sueños. Sobre todo si vas a la sesión de las cuatro después de comer y te pillas una peli estonia multipremiada en festivales de medio mundo y en la que ni el propio director entiende lo que ha querido decir con su película. También el cine es un refugio para los soñadores. Sobre todo en pleno verano con 39 grados a la sombra, lo que convierte a una sala bien refrigerada en un paraíso. El problema es que en verano abundan las películas para niños y adolescentes, como si los demás no tuviéramos vacaciones o sólo pensáramos en playas durante el día y juergas por la noche. Así que las salas, especialmente los multicines de centros comerciales, se convierten en una especie de reserva para infantes y adolescentes. Refrescos con mucho azúcar, bolsones de palomitas y una película con pocas luces para quitarse de encima un par de tórridas horitas, por lo menos. Y afuera quedamos los que buscamos desesperadamente una película con un mínimo de sentido. En medio del infierno ferragostero e inhumano. Soportando la realidad, la política, la economía y los acreedores. Qué asco...

Y es que el cine ha sido tradicionalmente también un viaje hacia la felicidad. A veces uno siente como que el tiempo se suspende al apagarse las luces. A veces también el espacio si te toca un cabezón delante. Aún recuerdo los años setenta y la manía por las permanentes: Un suplicio espacial y cinematográficamente hablando... Pero dejemos eso ahora: Se apagan las luces, comienza la sesión, se suspende el tiempo, entras en otra dimensión, viajas a otros mundos, vives las vidas de otros y quedan en suspenso temporal las preocupaciones...

Bueno, salvo que seas ejecutivo y vayas a ver Wall Street. Tampoco es aconsejable ver Tiburón si eres buzo, ‘Aeropuerto 78’ si al día siguiente coges un avión o ‘El coloso en llamas’, si le tienes manía a los ascensores. Salvo estas y otras excepciones que omitimos por falta de espacio, una entrada de cine es un salvoconducto para la felicidad. Algún conocido pondría al respecto la objeción del cine argentino. Pero seamos serios, ‘El hombre de al lado’ y ‘Un cuento chino’, con el gran Darín, son dos de las mejores películas que uno ha visto en mucho tiempo. Y me reafirmo en que lo del cine estonio sigo sin entenderlo...

El problema es que los hay todavía que se aferran a los tópicos para contrarrestar el que no tienen idea de nada. Los hay que no ven nunca cine español porque piensan que sólo se hacen españoladas. Uno trata de hacerles ver el grandísimo error que cometen, pero claro, un día se levantan eclécticos, ponen la tele para derribar el tópico y les sale Cine de Barrio. Y se ratifican. Luego dicen que la tele no es enemiga del Séptimo Arte: ¡Criminales!

Hay películas a las que se va devota, casi religiosamente. Me pasa con la mayoría de los grandes realizadores de la historia del cine, y actualmente con Woody Allen y Clint Eastwood, dos directores que se sitúan en las antípodas por su manera de entender el arte cinematográfico. Los admiradores de un gran director son como los de Curro Romero: hay que ir donde actúe. Si hay suerte, bien. Si no, tampoco pasa nada: a esperar a que al maestro se les enciendan las luces de nuevo. El proceso siempre es el mismo: un buen día lees que están preparando una película y comienzas a salivar como imaginando un milhoja. Semanas después ves en internet alguna referencia al rodaje y la tensión se eleva. Semanas después lees a un crítico que se empeña de nuevo en poner pegas a la película. Lees al día siguiente a otro que dice que va a ser una Obra Maestra... Y los mandas a todos a freír espárragos porque digan lo que digan, tú no faltarás a la cita llegado el momento del estreno. Y al salir te encuentras decepcionado o eufórico, pero sientes como una liberación, porque es el sentimiento del deber y el placer cumplido. Te has reafirmado en tu militancia mientras el Centro Comercial te despide.

¡Cuánto echo de menos los cines de antes, por cierto! Es una nostalgia que carece de un esperanzador The End para echarme a la boca. Ya nadie se acuerda de ellos, han sido convertidos en desierto, un arenal de nuestra pequeña gran historia de la cultura. Algunos han sido destruidos para siempre. Otros permanecen tristes, fantasmagóricos, sin que nadie sepa muy bien lo que hacer con ellos. Son cadáveres a la vista o en el recuerdo con nombres elegantes: Greco, Royal Cinema, Baudet, Numancia... El cine nunca se ha preocupado de las muertes que ha causado... Será porque a sus asesinos sí que parece irles de cine.

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