domingo, 27 de febrero de 2011

ESPAÑA Y LA REVOLUCIÓN ÁRABE



¿Alguien sabe si España tiene una postura oficial ante los acontecimientos que se desarrollan en la región de Oriente Medio y Norte de África? Si la respuesta de la Unión europea es criticable por su falta de iniciativas, la del gobierno de Zapatero sencillamente no existe. Sólo la brutal represión ejercida por Muhamar el Gadafi contra su pueblo ha sido capaz de provocar una reacción, en un ejecutivo más propenso siempre a centrarse en las cuestiones internas: Se convocó una reunión del gabinete de crisis, pero no por una preocupación humanitaria acerca de la situación de los libios, sino para analizar los posibles problemas de suministro energético derivados de la situación y la influencia que pudiera tener en las llegadas de inmigrantes a nuestras costas. Pues qué bien...

Mientras tanto, ACNUR ha pedido a "todos los países, que sean conscientes de las necesidades de todas las personas que huyen de la violencia selectiva, las amenazas y las violaciones de los derechos humanos en Libia". Si las declaraciones del responsable de la cartera de Exteriores italiano, Franco Frattini, calificando los sucesos como una fuente de "inmigración ilegal, terrorismo y radicalismo islámico" están cargadas de intolerancia, la reacción de España no le va muy a la zaga... Y si hay alguna duda, recurramos a las palabras que se han pronunciado aquí:

El presidente Zapatero y la ministra de Asuntos Exteriores, la nefasta Trinidad Jiménez, han asegurado que la situación del vecino marroquí es diferente, porque "en Marruecos el proceso de reformas se inició hace muchos años". ¿Proceso? ¿Qué proceso? ¿Reformas? ¿Qué reformas? Hay que tener cuidado con lo que se dice, porque también Hillary Clinton declaró hace unas semanas que le impresionaba "el compromiso del Gobierno de Bahréin con la vía democrática que ha emprendido". Y ahora resulta que dispara contra los que se manifiestan a favor de la democracia. Porque la raíz de la cuestión está en que para construir una sociedad libre no basta con celebrar elecciones. Y más, mientras las palancas del poder en ambos países sigan estando en manos de sus respectivas familias reales. La situación en Marruecos no es distinta de cualquier otro país de la zona. Aunque las protestas han comenzado más tarde y por ahora han tenido menor dimensión, las demandas de los manifestantes son similares a las de toda la región: reducción de los poderes del monarca, fin de la corrupción y dimisión del Gobierno. La gente quiere tener voz respecto a la forma de dirigir sus países, y, si los países de la UE no hubieran mimado a sus reyes y dictadores durante tanto tiempo, quizás habrían podido airear sus frustraciones antes.

Por consiguiente, decir que "intervenir antes en Egipto habría sido una injerencia" es una hipocresía porque con sus decisiones motivadas por cuestiones económicas, los intereses occidentales llevan interviniendo toda la vida la región. La postura del Gobierno español de que las fuerzas políticas y sociales autóctonas deben ser las que dirijan los procesos de reforma en cada país revela una falsa neutralidad. Cerrar los ojos ante la falta de democracia y la violación de los derechos humanos no es mantener una posición neutral: es apoyar al dictador que reprime a su pueblo. Más aún cuando previamente se les ha vendido sin ningún reparo e incumpliendo la propia legislación española, armas que ahora utilizan para masacrar a sus pueblos.
España ha procurado llevarse bien con los autócratas de la región, para proteger los negocios, cortar las posibles oleadas de inmigrantes y evitar amenazas contra la seguridad. Pero los acontecimientos actuales han demostrado la inutilidad e imprudencia de esa política. La política española sigue centrada en sus intereses nacionales. Madrid necesita definir sus objetivos estratégicos generales y sus prioridades de política exterior más allá de sus necesidades comerciales y de estabilidad en sentido estricto. Está muy bien que el Rey Don Juan Carlos y otras autoridades visiten los Estados árabes con el fin de promover los lazos comerciales y las oportunidades de inversión, pero hay cuestiones y principios que han de trascender lo meramente económicos.

Dicha política tendría también que incluir la defensa de la idea democrática y el multilateralismo, y no sólo a base de poner en marcha iniciativas que ayuden a tranquilizar las conciencias y no sirven de nada en la práctica, como la Alianza de Civilizaciones. Es posible que la colaboración con los dictadores sirva para proteger a corto plazo los intereses comerciales y de seguridad, pero, a la hora de la verdad, sólo ofrece una estabilidad engañosa. La transición política y la incorporación de España a las instituciones europeas, suelen servir de referencia para los activistas demócratas árabes, y dan legitimidad a los intentos de promover las reformas políticas en los países vecinos. Desde ese punto de vista, no se entiende que el que sirvió de ejemplo no apoye a los que luchan por labrarse un camino parecido. Moncloa no ha de seguir escondiéndose detrás de unas concepciones estrictas de los derechos humanos para justificar su falta de intervención.

Hasta cierto punto, el apoyo deliberado a los gobiernos autoritarios ha sido reflejo del miedo a que unas elecciones libres y limpias permitieran la llegada al poder de los islamistas. Un gobierno que presume de progresista ha de asumir la iniciativa y presionar para que la UE se haga a la idea de que los partidos políticos islamistas van a tener que desempeñar un papel importante dentro de la transición a la democracia. No hay duda de que los Hermanos Musulmanes formarán parte del Gobierno en el nuevo Egipto. Merecen una oportunidad de demostrar que pueden competir, e incluso gestionar, en un sistema electoral pluralista tal y como está ocurriendo en Turquía.

A pesar de que aún existen voces que recurren al tópico de las buenas relaciones que siempre han existido con los países árabes, la realidad es que España tiene cada vez menos influencia en la región. Pero a través de las instituciones europeas, Madrid puede tratar de asumir un liderazgo que refleje su relación privilegiada con las Administraciones del Norte de África. Pero algo ha de exigirse a cambio: Europa debería ofrecer facilidades para la comercialización en su suelo de los productos norteafricanos, y a cambio exigir auténticas reformas políticas que lleven a la región hacia la democracia. Y si no es así, los ciudadanos europeos que tan solidarios se muestran con los movimientos reformistas árabes, ya tienen una razón para demostrarlo en la calle...

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