domingo, 30 de agosto de 2009

ADIOS A LAS VACACIONES


Se acaban las vacaciones, paréntesis no sólo laboral para quienes gozamos del privilegio de trabajar con el fin de alejarnos de la rutina diaria del resto del año. Son unos días que nos definen más que nunca, siempre y cuando no tengamos que transigir y nos vemos abocados a padecer algo que odiamos para satisfacer al resto de la familia. No es mi caso, y además tengo el privilegio de vivir en una zona que muchos desearían para pasar su veraneo.
La primera condición para unas vacaciones decentes es desconectar en la medida de lo posible de las preocupaciones que nos ocupan siempre. Hay que conseguir que el presente se desvanezca como si no fuera con uno, aunque sólo sea durante un corto periodo de tiempo, distanciándonos más mental que geográficamente, del espacio habitual. Prendidos a la ficción del verano, nos ha de sostener la convicción de que la rabiosa actualidad –incluso la que nos hace rabiar a diario– es insustancial, porque no nos alimenta en nada y casi siempre nos envenena la sangre.
Si uno pone interés y se deja llevar, se pueden pasar dos semanas disfrutando de un ayuno periodístico sin que se resquebrajen los cimientos de nuestra existencia, ni de la íntima ni de la social. Una abstinencia de ese tipo abre otros apetitos, descubre que hay vida más allá de la radio, la televisión, el periódico e internet. En mi caso, y por motivos que todos los que me conocen ya saben, mi primera opción ha sido el mar y su entorno. Es un amigo agradecido y te devuelve a la vida con una fuerza que los que no sienten esa pasión, desconocen.
La segunda opción ha sido la lectura. Las horas libres posibilitan sumergirse de lleno en un montón de historias y vivir otras vidas entre las páginas de los libros que han ido guardando cola pacientemente su hora para desvelar los secretos que encierran...
La tercera, sumergirme al albur de la climatología, sentir las caricias del alisio, disfrutar con las formas caprichosas de las nubes, regocijarme tirado en la arena, descubrir nuevos senderos para correr sin prisas, comulgar con la naturaleza y su silencio, escuchar el murmullo de las olas del Atlántico y, por qué no, regalar a los sentidos el disfrute de los cuerpos femeninos tumbados al sol.
Es, en suma, la riqueza inmensa de una pausa, el remanso de un tiempo que extrae del fondo de la memoria sensaciones que parecían perdidas. Por ejemplo, hacer deporte porque apetece, y luego convertirse en un holgazán sin mala conciencia laboral, despilfarrar sin prisas la mirada por el entorno, abrir los oídos a los sonidos de la costa y los ojos al añil de un cielo estrellado, arrimarse a la paz nocturna y dejar que la cabeza se pierda y se encuentre a la mañana siguiente sabiendo que también serán horas de disfrute. En estas vacaciones me he sentido un privilegiado sin necesidad de grandes viajes y costosos estipendios. He descubierto que todavía es posible aferrarse a la vida, porque al fin y al cabo son cuatro días y, en el fondo, es lo más cercano a la felicidad que podré encontrar nunca.

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