jueves, 25 de junio de 2009

EN LA SALA DE ESPERA


Las paredes son inmaculadamente blancas y también las sillas. El suelo es de baldosa marrón como las cenefas que, asépticamente, están colocadas a mitad de la pared. Todo tiene un aire impersonal e impoluto, quizá se pretenda con ello dar seguridad y quitar dramatismos que a nada bueno conducen.
Estoy rodeada de otras mujeres, supongo que todas embarazadas aunque a ninguna se nos note todavía. La mayoría tienen compañía masculina. Hay una marejada de pensamientos en mi cabeza, mi corazón bombea con mucha fuerza, los latidos me retumban en el cráneo y cierro los ojos mientras un suspiro se me escapa desde lo más profundo de mi garganta. Nadie se mira a los ojos para no ver en la mirada de la otra el temor y la frustración que suponemos en la nuestra.
Procuramos dar la sensación de que esta es una sala de espera como cualquier otra. Probablemente si se hiciera una encuesta y respondiéramos con sinceridad, el abanico de posibilidades sería inmenso: Desde la que viene a partir del propio convencimiento, hasta la que lo hace envuelta en una terrible gama de contradicciones. Resulta evidente que para ninguna es un trago fácil, y envidio a las que pueden recurrir al abrazo sedante de su compañero. Yo no tuve tanta suerte, y he de afrontarlo sola.
De repente hay mar brava en mis ojos, quiero llorar, una ola me viene desde el estómago hasta las sienes, me enfado con mi cerebro, con la batidora de ideas que tengo por neuronas, no entiendo cómo puede disfrutar haciéndome daño, ahora que se acerca el momento culminante.
Entra una pareja y se sientan juntos, él toma suavemente las manos de ella y se miran sin mirar, se tocan sin ver, están juntos y se les nota. Yo miro mis manos recogidas debajo de la chupa vaquera, me pregunto si las olas que chocan en mis pulmones serían más soportables si una mano de hombre estuviera remando hacia mi puerto, y los remolinos vuelven a mis ojos…
No puedo evitar acordarme de él, del castigo que me impuso al irse cuando le conté que estaba embarazada… Ya no siento nada por ese ególatra estúpido: Ni amor, ni obsesión, ni pena, ni rabia… Un suspiro nuevo se me escapa por los labios y hago lo imposible para que se evaporen los temores. Sé que será un momento, que tengo mis razones para hacer esto y está en mi derecho de mujer decidir sobre mi destino. Estaré triste unos días, eso es inevitable. Ruego por poder seguir adelante sin que queden secuelas…
Pero me pregunto si cambiará algo, aunque me siento fuerte. Tanto que giro la cara y los ojos se entrecruzan con los de la chica casi adolescente que tengo al lado… Le sonrío. Ella me devuelve la sonrisa mientras la enfermera pronuncia mi nombre. Hago un esfuerzo terrible para levantarme. Espero que todo salga bien, pienso mientras me dirijo con paso vacilante a la zona del quirófano...

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