martes, 7 de abril de 2009

LA MUERTE TAMBIÉN DISCRIMINA


Dicen que la muerte es lo único que iguala a los humanos, pero es otra mentira que hemos asumido como axioma los privilegiados del planeta para tranquilizar nuestras adormecidas conciencias. Resulta lógico lamentar profundamente el reguero de víctimas que nos está dejando el terremoto de Italia. No podría ser de otra manera porque las imágenes que nos llegan del desastre son verdaderamente terribles y nos dejan un sentimiento de desamparo frente la fuerza destructiva que a veces puede llegar a alcanzar la naturaleza.
Lo cierto es que hay que obligarse a ir más allá de ese hecho puntual. Siento aguar la fiesta, porque seguramente hoy nos sentiremos buenas personas, llenas de magníficos sentimientos solidarios con el pueblo italiano... Pero llama a la reflexión el grado de cinismo que hemos alcanzado cuando se trata de conciencia y receptividad frente al mal ajeno...
Porque la muerte es selectiva, y nuestra sensibilidad también: Lamentamos profundamente el hecho de que dos centenares de italianos acaban de fallecer de una tirada, pero no tenemos ningún problema en olvidar que cada día y en medio de la indiferencia general, más de 2500 personas (la mitad niños) mueran en los países del tercer mundo a causa del hambre y las enfermedades. Sólo de forma aislada, y cuando las muertes se producen en cadena y alcanzan la categoría de masivas, vemos algún reflejo de lo que ocurre en los titulares de los medios de comunicación. En estos países la muerte ha elegido en el día a día el silencio y la discreción. Se aprovecha de la impunidad que le otorga la indiferencia de los gobiernos, las instituciones y la ciudadanía en general de un occidente que sólo mira hacia su propio ombligo. Digámoslo claramente aunque nos ofenda: Valoramos mucho más la vida de cualquiera que pertenezca al próspero hemisferio norte de este planeta que la de miles de africanos o asiáticos.
Nos hemos acostumbrado a que formen parte de nuestra injusta visión de la normalidad las imágenes de esos niños famélicos que esperan pacientemente la visita de la parca entre el asedio de cientos de moscas que azotan sus rostros. Hace unos días el máximo representante de la iglesia católica visita un continente azotado por el SIDA y muestra más preocupación por defender las normas morales de su institución, que por salvar las vidas de millones de seres humanos. Y resulta escalofriante el conteo de víctimas que se cobra este trozo del Océano Atlántico donde vivo, a causa de la huida desesperada de hombres y mujeres que vienen hasta nosotros en busca de una alternativa a la vida a la que les hemos condenado.
Nos enfrentamos a diario a una catástrofe humanitaria que apenas encuentra acomodo en los medios informativos, y ya prácticamente no nos conmueve cuando se nos asoma al cuarto de estar a través del televisor. La opinión pública europea y norteamericana se siente ajena a las causas de tanto dolor y sufrimiento. Somos responsables de muchas más cosas de las que nos imaginamos. Quizás en algunas de ellas podamos encontrar una explicación razonable que nos exculpe, pero en esta en concreto no la hay.

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