viernes, 10 de abril de 2009

LA CRISIS


Un día desaparecieron los principios. Fue un proceso gradual, porque un hecho de tal calibre no se gesta de la noche a la mañana, pero el caso es que habían sido muy pocos los que le hicieron caso a las señales previas. La mayoría cerró los ojos o miró hacia otra parte, hasta que el desastre sobrevino. No crean que importó demasiado. La vida continuó sin cambios aparentes, excepto para algunos ciudadanos que notaban un cierto vacío en las calles, las instituciones, los hogares y los lugares de trabajo. Los demás no acertaron a darse cuenta de lo que pasaba hasta que ya fue demasiado tarde.
Comenzaron a sufrir las consecuencias los de siempre: Se beneficiaron los que manejaban los resortes del poder y los negocios. Y las padecieron los últimos de la escala social, los más menesterosos, los que menos recursos tenían para hacerle frente a la desgracia.
Efectivamente: Se habían ido los principios, y el todo vale se instaló en las conciencias: Tomaron protagonismo el engaño descarado, los subterfugios, el recurso a los instintos más bajos, la falta de conciencia y el cinismo, que iban poco a poco avanzando como células cancerosas que emponzoñaban el corazón de la gente, y por ende, las relaciones sociales.
Quedaron a salvo pequeños reductos, islas de integridad que resistían y se convirtieron en la única esperanza para los honestos. Algunos se atrevieron a salir al mundo, en una búsqueda desesperada para encontrar alguna solución al desastre. Recurrieron a la filosofía, los viejos ideales e incluso a la estética como último recurso. Entre ellos estaba mi amigo. Hoy he recibido una carta suya, en la que hablaba de los culpables. Los llamaba Los Otros.
Los Otros eran los que habían despreciado el respeto como norma de conducta, los que dictaminaron que la honradez estaba en vías de extinción, los que decidieron que la moral era una carga inútil, los que levantaban sospechas sin ninguna base, los que condenaban sin pruebas, los que le dieron la espalda a la verdad y la justicia. Fueron ellos los que crearon leyes indignas, los que nunca se preocuparon del bienestar de la mayoría, los que recurrieron a la violencia siempre que lo consideraron necesario.
Pero nunca habrían podido vencer sin la colaboración de la mayoría, que se dejó deslumbrar por el espejismo del dinero y el consumo desenfrenado. Se le adoraba, y resultó sencillo crear una nueva religión donde la riqueza era considerada el paraíso: Los que no podían acceder a ese estatus se conformaban con asistir a los oficios religiosos que se celebraban cada día en las Nuevas Catedrales que surgieron como hongos por todas partes: Les llamaron Centros Comerciales.
Todo iba como la seda. Aparentemente. Porque ese vacío existencial era solamente una burbuja que estallaría más tarde o más temprano: Sobrevivía a costa de la miseria y el sufrimiento que se adueñó de otras tierras a las que se les daba la espalda, y de una economía que castigaba sin piedad los escasos recursos del propio planeta.
Y en eso estalló lo que dieron en llamar La Crisis. Nadie lo esperaba. Nadie lo predijo, ni avisó sobre su gravedad. Primero fue la economía, que se vino abajo. Desaparecieron los derechos sociales, millones se quedaron sin trabajo. Los nuevos dioses, creados a imagen y semejanza de aquella sociedad absurda han caído con estrépito. Comenzó una etapa de oscuridad, donde los conflictos estallaron por doquier, porque al mismo tiempo las poblaciones de los países menos desarrollados reclamaron la equidad internacional de la que nunca habían gozado. Todo se derrumba alrededor. Lo que fueron conflictos armados a pequeña escala se generalizan, las naciones optan por entregarse en manos de tiranos que llegan al gobierno proclamando que instaurarán el orden y el imperio de la ley. Esto pinta mal, muy mal. Por eso me he decidido a escribir este diario, para avisar a las generaciones futuras de que un pequeño paso hacia atrás en una cuestión de principios puede acabar siendo una hecatombe a escala planetaria...

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