sábado, 21 de febrero de 2009

VENCEDOR EN TODAS LAS DERROTAS

Imagen: Monumento a los españoles fallecidos en el Campo de Mauthausen
Pedro Valladares se había propuesto convertir su corazón en roca. Estaba convencido de que la salvación se encontraría en el grado de dureza interior que lograse alcanzar. El esfuerzo de no dejarse llevar por la marea de desesperación que se respiraba en el campo de internamiento era agotador dadas las circunstancias, pero lo mantenía vivo. También ayudaba el sentimiento de odio hacia sus captores de camisas azules, banderas al viento, e himnos entonados con acento histriónico y chulesco; así como la rabia contenida contra los dirigentes que no dudaron en dejarles abandonados a su suerte mientras ponían sus cobardes traseros a buen resguardo en el extranjero cuando todo se desmoronó como un castillo de naipes. Hubiera dado lo que fuera por sentir la añoranza del exiliado. Cualquier cosa sería preferible a formar parte del contingente de los que aunque se movieran, respiraran y dejasen caer alguna otra lágrima furtiva, sabían que ya estaban muertos. Todos y cada uno de los que se encontraban en aquella prisión improvisada se reconocían viviendo de prestado, porque más tarde o más temprano les llegaría la hora de enfrentarse a un destino que ya estaba escrito por los bárbaros a los que se les llenaba la boca con la religión, pero que desconocían por completo cualquier sentimiento que se semejase a misericordia o clemencia.
Pedro Valladares había sido un hombre cultivado, lleno de inquietudes culturales y sociales. Ahora ya no deseaba nada que no fuese el ansia de satisfacer las necesidades más primarias a la menor oportunidad: Comer un chusco de pan, beber un par de tragos de agua, encontrar el hueco donde tumbarse a dormir entre tantos cuerpos amontonados. Pequeños triunfos cotidianos que celebraba con furia primitiva, casi animal. Era así de simple, porque lo demás quedó muy lejos, detrás de las vallas que eran el mejor ejemplo del final de una idea de civilización derrotada en la guerra.
Llevaba impregnada en la piel la sensación que sintió al traspasar por vez primera la frontera del infierno. Resultaba imposible quitársela de encima, porque la mayor iniquidad podía concretarse en cualquier momento. Era como rodar cada vez más deprisa hacia un abismo que parecía no tener fin. Los días se hacían interminables, insoportables las humillaciones que en cada jornada inventaban los sádicos de azul para divertirse y destrozarles la moral a los reos. Pero el verdadero terror llegaba con la noche, cuando en un juego macabro, unos cuantos de aquellos malnacidos se deslizaban como sombras de muerte entre los aterrados
hombres que fingían dormir, eligiendo al azar sus víctimas, formando el grupo que abandonaría en silencio el centro con las primeras luces del día para no regresar jamás. Los demás suspiraban aliviados y llenos de vergüenza por haber conseguido otras 24 horas de desesperanza, mientras se preguntaban cual sería el destino de los elegidos para el paseo matinal del que nunca se volvía.
Instalado en esa rutina de locura, Pedro Valladares ni siquiera era consciente del grado de barbarie hacia el que se estaba deslizando. Hasta que hizo su aparición el profesor Delgado. Lo vio pasar como uno más entre una riada de presos que esa mañana llegaron al campo, unidos por una cadena que hacía de cordón umbilical tan siniestro como significativo... Delgado había sido decisivo en su vida cuando se decidió a estudiar Derecho, el mentor que le acercó a una visión de la existencia y la libertad profundamente comprometida, que él hizo suya con verdadera pasión: Le abrió el mundo de los libros, de los análisis desapasionados, el compromiso social, el amor por la cultura y las maravillas del arte. Le enseñó la manera en que la filosofía podría arrancar de la tierra las raíces profundas de aquello que impedía que la sociedad avanzase. Un viejo entrañable que le había empujado en suma, a analizar y decidir por su cuenta. A optar por una manera de vivir, de pensar, de sentir, de enamorarse, de entender lo que le rodeaba y valorar un ideal, porque sin eso los hombres no son nada.
Con todas sus imperfecciones, que sabía de sobra que fueron demasiadas, en la década de los años treinta y en España, la República encarnaba ese ideal. Por eso, al producirse el levantamiento militar no dudó sobre dónde estaba obligado a posicionarse. El primer y gran sacrificio, fue separarse de la mujer de su vida, sólo tres meses después de haberse casado. Pero en Tenerife, su isla natal, prácticamente no hubo oposición al levantamiento, y desde el primer día comenzaron las represalias. Con un pequeño grupo de amigos y compañeros, idearon un plan para huir al continente que ellos mismos consideraban una auténtica locura, pero que asombrosamente dio resultado: En un pequeño velero, ocho hombres se hicieron una noche a la mar en dirección a la costa africana. Consiguieron burlar el bloqueo de la flota fascista y llegar a Marruecos, desde donde los comités de apoyo a la República los trasladaron a la Península. Su destino final fue el frente aragonés. El resto de la guerra transcurrió en primera línea, ascendiendo en el escalafón pues resultó que tenía un instinto natural para las cuestiones militares, y los hombres se fiaban de su instinto. Muchos habían sido los momentos duros, con pérdidas irreparables y unas cuantas decepciones en lo referente a la cúpula del poder. Nunca entendió las luchas intestinas entre las diferentes facciones, que lo único que conseguían era fortalecer al verdadero enemigo. Luego llegó la derrota, algo parecido a la paz, que en lugar de establecer las bases para la reconciliación entre hermanos, estaba llenando de víctimas los cementerios.
Le costó reconocer al maestro en aquel cuerpo desmadejado y esquelético modelado por el hambre y los malos tratos. Pero sus ojos y la llama que ardía en ellos eran inconfundibles: Aún no habían logrado apagarlos. Supo al instante que el Profesor también la había reconocido, y le sorprendió captar un levísimo movimiento negativo con la cabeza. Una señal de aviso para que no se acercase, un mudo mensaje pidiendo fingir que no se conocían, en previsión de futuros acontecimientos:
-'Intenta salvarte tú, que para mí ya es imposible'- decía su mirada afectuosa, que cayó sobre la conciencia de Pedro como una descarga de corriente eléctrica, y sirvió para despertarle de su letargo. Sintió vergüenza de sí mismo y de la manera en que se estaba comportando. A partir de ese momento, las cosas en lo personal comenzaron a cambiar.
La noticia corrió como un reguero de pólvora por las calles polvorientas y los míseros barracones: Se preparaba una ejecución en masa, que los fascistas pretendían fuese el ejemplo definitivo para los pocos que aún no se habían doblegado a la amarga idea de la derrota: Los recién llegados venían de un consejo de guerra sumarísimo que les condenó a la muerte por fusilamiento.
Esa noche fue distinta para los presos, porque sabían que también sería diferente el amanecer. Y en las horas amargas en que la oscuridad hizo acto de presencia en los corazones, por vez primera desde que fue capturado, Pedro Valladares lloró como sólo recordaba haber llorado de niño. Cerró los puños hasta hacerse daño, se mordió los labios y lloró por el viejo profesor y los compañeros desaparecidos, por la mujer que esperaba su regreso y el hijo que nunca tuvieron oportunidad de engendrar. Derramó lágrimas por un país sin suerte, que cambió de la noche a la mañana la razón, la justicia y la libertad por un concepto donde sólo cabían Dios, el orden y el miedo. Eso era lo que suponía el desenlace de la guerra: la paz de la cárcel, las fosas comunes y las cunetas en las carreteras; así como la desaparición de una generación de poetas, cineastas y pintores, pero también de educadores, científicos e investigadores. Un salto atrás en el tiempo del que iba a costar décadas recuperarse. Lloró también por el concepto de ser humano que estuvo a punto de permitir que le secuestraran entre los muros de la prisión...
Cuando llegó la mañana, un grito emocionado y rebelde de 'Viva la Libertad' se transmitió por el aire en la voz de su querido maestro, segundos antes de que los disparos anunciaran otra nueva riada de sangre. En aquél preciso momento se hizo la firme promesa de no sucumbir a la barbarie: Mientras le llegaba el eco de los tiros de gracia, se juramentó a que esa y no otra sería la verdadera batalla que habría de ganarse en los largos y siniestros días que quedaban por delante. Porque en algún momento tendrían que parar, no podrían asesinarlos a todos, algunos sobrevivirían aunque sólo fuese por la necesidad de disponer de mano de obra barata para reconstruir una nación arrasada, y alguien se daría cuenta de que sería más productivo matarlos a trabajar que gastar munición en cadáveres andantes.
Su obligación era prepararse por si estaba entre los afortunados que lograsen el indulto, la conmutación de la pena, o encontraba la oportunidad y la suerte de escapar. El deber de cara al futuro era que los fusilamientos, las torturas, el régimen de terror impuesto a sangre y fuego, no acabasen con los sueños de justicia. Esa guerra no pensaba perderla de ninguna manera: Se lo debía a los que murieron pronunciando palabras hermosas en el último suspiro, y también a las nuevas generaciones, que merecían un futuro mejor que el que se estaba forjando bajo el paraguas del fascismo...
También tenía un tesoro incalculable, el sentimiento que resurgía dentro de su pecho y le consumía hasta el límite de sus escasas fuerzas: Una mujer le esperaba, seguramente pagando su propio precio por haber concebido el verdadero valor de las cosas importantes. Y él la necesitaba con todo lo que era, con todo lo que tenía, e incluso hasta en el borde de la desesperación y la muerte la amaba más que a la vida.
Quedaba mucho por lo que valía la pena luchar, porque aunque algunas heridas del alma no cicatrizarían fácilmente, tras la negrura de la noche existe la seguridad de que más tarde o más temprano volverá a salir el sol. Es hermosa la voluntad de estar dispuesto a morir por una causa que se considera justa, pero la nómina de muertos estaba cubierta de sobra. Fue la última lección del Profesor Delgado: De lo que se trataba ahora era de sobrevivir y no perder la perspectiva de que tenemos derecho a una vida más justa, más libre y más feliz. Tendría que haber gente que se ocupase de esos asuntos cuando la tormenta escampase...
Lo que he contado se refiere a unos determinados hechos, pero imagino que para los que no los vivieron, ahora mismo describe una historia tan lejana e irreal que parece haber transcurrido en una época y un mundo que no son los nuestros. Quizás lo de adscribirlo a otra época sea una manera efectiva de definirlo, aunque no hayan pasado tantos años como pareciera. Pero eso que puede resultarnos tan increíble ocurrió aquí, en este país que llamamos España, y siempre he pensado que es necesario saber de nuestro pasado más inmediato para estar alertas, pues la línea que separa lo que conocemos como normalidad democrática de la pérdida de nuestra condición de ciudadanos, es delgada, frágil y quebradiza.
La historia de Pedro Valladares se unió a la mía por casualidad, 40 años después de los hechos narrados anteriormente. Porque hubo de esperar a que pasara todo ese tiempo para que el dictador desapareciera y el amanecer que tanto había añorado comenzase a aflorar. Logró sobrevivir, escapar de aquél centro de destrucción y muerte y reunirse con su amada en el exilio. Un triunfo increíble que no se quedó ahí, pues su lucha personal contra el fascismo continuó en el escenario europeo, y no acabó hasta que los nazis fueron derrotados. Luego logró recuperar la normalidad hasta lo que es posible recuperar en un país que no es el tuyo. Formó una familia, trabajó, tuvo hijos, nietos, y pudo celebrar en una pequeña plaza de París junto a otros compañeros, la muerte del odiado general.
A finales de los setenta yo era un veinteañero con ínfulas de progresista y revolucionario. Vivía los nuevos tiempos con la fuerza y la entrega que da la juventud, y le había puesto edad al conservadurismo sin saber de la misa la mitad. En mi ardor adolescente, pensaba que la rebeldía era patrimonio de la juventud, y los viejos estaban bajo sospecha porque serían refractarios a los cambios. Pronto tuve ocasión de comprobar lo equivocado que estaba. D. Pedro, que así fue como lo conocí y lo llamé mientras se me concedió la honra de tratarlo, se convirtió en un vecino llegado al barrio con un curioso acento francés y que despertó el interés de los demás por su seriedad, la pulcritud con que se vestía, y el aire señorial que despedía una melena blanca que le daba un cierto parecido con Rafael Alberti. Resultó asombrosa la amistad surgida entre dos seres que representaban generaciones tan diferentes, aunque quizás fuera debido a que el más joven necesitaba alguien que encauzara la pasión libertaria que le consumía, y el veterano de tantas batallas consiguió un discípulo en quién depositar el pasado que deseaba proyectar hacia el futuro. Poco a poco, en interminables charlas que manteníamos mientras dábamos largos paseos en las horas posteriores al almuerzo, se fue concretando una vida que ejemplarizaba todo lo que llegue a admirar. Alguna vez he leído que hay muy pocos héroes a los que respetar. No estoy de acuerdo: Lo que ocurre es que los verdaderos héroes no ven nunca reflejados sus nombres en los libros de historia, son gente anónima que logra construir una normalidad extraordinaria, y salen indemnes de situaciones que destrozarían la personalidad de cualquiera.
La vida me llevó luego por derroteros en los que nuestros contactos se fueron espaciando, pero jamás dejé de buscar su consejo cuando creía necesitarlo. Hasta que me trasladaron la noticia de su fallecimiento. El dolor por la pérdida fue tan grande, que me cogió por sorpresa. Entonces fue cuando me di cuenta de que siempre sería un referente en mi vida. Pero aún me esperaba su último regalo: Una emoción difícil de describir me embargó cuando después del duelo su mujer se me acercó con una estropeada fotografía de color sepia en las manos. Por detrás, habían escrito una dedicatoria. La leí con lágrimas en los ojos y el corazón encogido:
-Confío en ti. Por el futuro. Y para que ayudes a construirlo-
La imagen era inolvidable y me estremeció profundamente: En primer plano aparecía la figura de un hombre joven, mal vestido, flaco y maltrecho, que sin embargo sonreía y levantaba el puño con determinación. Detrás podía contemplarse un desolador paisaje de miseria y abandono que no tuve problemas en identificar como el campo de internamiento del que tanto me había hablado. No me pregunten cómo pudo obtenerse ya que desconozco el dato, pero esa milagrosa foto se convirtió en uno de mis tesoros más queridos, pues el protagonista era un auténtico y genuino héroe. Un personaje extraordinario que desde su sencilla condición de anonimato, había conseguido salir victorioso de todas las derrotas con que la vida quiso castigarle. Ahora que el paso del tiempo me ha colocado en mi lugar es cuando más admiro el valor de unos hombres y mujeres que nunca recibieron el reconocimiento que merecen por lo enorme de su sacrificio. Al menos deberíamos acordarnos de ellos cada vez que tengamos la oportunidad de ejercer nuestro derecho al voto. Enriquecieron el significado de la palabra democracia sin ni siquiera ser conscientes de ello. Nosotros, sus herederos, sí que estamos obligados a hacerlo. Se lo debemos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta! eres un ingeniero de los sentmientos!

otro día sigo leyendo voy a trabajar un poco!!!


saludos