miércoles, 25 de febrero de 2009

EN LA DIGNIDAD DE LA MUERTE


Ya ha pasado un tiempo del hecho. Me lo he tomado con tranquilidad, esperando a que las aguas se calmasen para aportar mi visión sobre el tema siendo consciente de su complicidad, y de la dificultad para encontrar puntos de encuentro entre las diferentes opciones en una cuestión tan delicada. Hablo de Eluana, la muchacha italiana a la que sus padres, después de años en coma, decidieron desconectar de los aparatos que la mantenían enchufada a una idea de vida realmente estremecedora. No voy a hablar del caso en si, sino tomarlo como punto de partida para plantear una reflexión sobre el derecho a morir, o lo que viene a ser lo mismo desde otro punto de vista: la obligación de vivir a toda costa.
Es este un debate viciado desde el principio, pues viene condicionado por la religión. Y nos vemos metidos de lleno en un contrasentido, porque la ciencia desarrolla constantemente mecanismos que pueden llegar a mantener a un paciente en el mismo límite que separa una idea razonable de la vida y el concepto tradicional de la muerte. Así que estamos obligados a evolucionar en nuestro pensamiento al mismo tiempo que lo hace la medicina porque alargando esta dualidad podemos caer en el efecto contrario al ideal médico que, a saber, es el de prevenir los males que puedan afectarnos y, en su caso, poner en marcha los mecanismos para la curación... La pregunta es hasta qué punto resulta lícito prolongar una lucha perdida cuando se sabe positivamente que no existe cura posible y esto no proporciona mas que sufrimiento añadido al paciente o a su familia. Más aún en el caso extremo de tratarse de un coma irreversible.
Centrémonos primero en el concepto religioso. La obligación de vivir a toda costa resulta un contrasentido con la idea de la existencia de un 'Dios bueno'. Es un debate planteado dentro de la Iglesia incluso desde la misma Edad Media, que declaró herejes a los grupos que proponían la idea de que el mundo no es la cárcel del espíritu, y Dios no puede condenarnos a la tortura de encerrarnos en la prisión de la carne. En consecuencia, tendríamos derecho a escapar cuando la conjunción carne-espíritu se convierta en un tormento. El problema es que la tendencia mayoritaria dentro del cristianismo siempre ha sido la necesidad de sufrir para que nuestra alma acumule méritos de cara a ese juicio que tendrá que pasar más tarde o más temprano. Si esa es la prioridad, mal vamos.
Pero afortunadamente, vivimos en una sociedad civil. El aspecto religioso es un añadido más, pero no cuenta cuando hablamos de leyes. Lo que está en juego en este caso es una visión del mundo, cuando menos perturbadora. Se trata de dilucidar si nacemos con la obligación de vivir sea como sea, y si alguien tiene el derecho a decidir por nosotros, en el caso de que nos inclinemos por una opción diferente. La cuestión es dónde pone el colectivo el límite a la libertad individual en cuestiones que afectan a nuestra vida o nuestra muerte, y por qué otros se arrogan un derecho para decidir por nosotros, que sin embargo les niegan a los que las circunstancias les han llevado a verse directamente implicados en una cuestión tan grave como esa.
He leído al respecto que nadie puede condenar a una persona a ser enterrada en vida en la tumba que es el coma. Aunque la frase no es mía, la suscribo totalmente. Se puede decir más alto, pero no más claro. A pesar de lo que planteen los obispos y la movida que monten algunos impresentables como el señor Berlusconi, tengo muy claro mi derecho a morir dignamente. Debería estar incluso por encima del poder que otorga la representación popular: Sufrir hasta límites insoportables no conduce nada más que a eso. El que piense diferente está en su derecho a soportar esa carga, pero no a imponérsela a los demás.

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