martes, 23 de diciembre de 2008

LA BUENA ACCIÓN DE UN MALVADO


Nuestro protagonista era un hombre que desde que tenía memoria había vivido para la maldad. Se inició pronto en el mundo del Crimen Organizado, y su especialidad había sido durante años el tráfico de mujeres con el fin de destinarlas a la prostitución. Con las ganancias llegó la oportunidad de introducirse en el negocio de las armas, y ahí demostró tener una mente fría y organizada, que le encumbró hasta lo más alto. Evidentemente no se conocían estadísticas sobre la cantidad de sufrimiento causado, pero la población de algunos países del mal llamado Tercer Mundo había decaído en gran número a causa de sus negocios.
La llegada de la navidad de aquél año le había causado una desazón extraña. Sueños cargados de malos presagios se apoderaban de él por la noche. No eran remordimientos, pues su conciencia ni siquiera tuvo la posibilidad de nacer, pero había ido germinando la necesidad de hacer una buena acción, como si ello le redimiese de tanto mal que había causado.
En la cena de Nochebuena, que transcurría en la más estricta intimidad, pues siempre comía solo, experimentó un arrebato de bondad, una especie de toque de gracia, una revelación. Mientras se relamía después de los postres, fumando el habano que le enviaban a su nombre desde Cuba, se entretuvo buscando en su cerebro alguna acción bondadosa para celebrar el evento. De pronto se fijó en la gran pecera que iluminaba uno de sus rincones favoritos. Se acercó despacio mientras los ojos le brillaban de satisfacción... Los pececillos, de variadas formas y colores, nadaban indiferentes a que estaba a punto de ocurrir algo que cambiaría para siempre su destino. Se alborotaron cuando una cara rojiza de humano se aplastó contra el cristal de su habitáculo.
Estaba decidido que la primera buena acción que realizaría el hombre cruel sería de signo ecologista. Muy acorde con el signo de los tiempos, evidentemente. Así que agarró no sin esfuerzo la mampara de cristal y se tomó el sendero que serpenteaba hasta una playa cercana. Una vez llegado a la orilla, pronunció lo que pretendían ser solemnes palabras, pues entendió que la ocasión lo merecía:
-Esta noche les otorgo la Libertad- dijo más para si mismo que otra cosa –Pueden volver al lugar de donde vinieron, y espero que sepan aprovechar la oportunidad que se les otorga-
Regresó a la casa con el pecho henchido de satisfacción. Al fin podría dormir libre de cualquier remordimiento. Y así fue, porque nunca llegó a enterarse de que al llegar el sol de la mañana en aquél Día de Navidad, sacó destellos de variados colores en las escamas de los pececillos que yacían muertos sobre la arena de la playa. Porque el hombre dormía placidamente ignorando que en realidad eran peces de agua dulce...

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