lunes, 22 de septiembre de 2008

LIBERTAD PARA AMAR, AMAR EN LIBERTAD


Todos los seres humanos nacen libres e iguales en derechos. La Declaración Universal de Derechos Humanos no puede ser discutida por dogmas, mitos o maximalismos dialécticos. Así pues, en un mundo donde priman los valores se impone el pluralismo, sin retroceder ni un milímetro en el reconocimiento de la igualdad y la libertad. Nunca puede admitirse que por la vía de la ficción o de la fe se nieguen los valores fundamentales de la convivencia humana. Una sociedad tampoco puede considerarse libre, si alguno de los grupos de población que la conforman no lo es.
La diversidad abarca las innumerables facetas que tiene a su disposición el ser humano para poder elegir. Sus sentimientos, sus creencias, sus ideales, sus inclinaciones emocionales y su forma de exteriorizarlas a través de la sexualidad han de ser absolutamente respetables, si de verdad se cree que el hombre está por encima de los dogmas e imposiciones de los que se niegan a compartir su manera de entender la vida. La tolerancia es un signo diferencial de la capacidad racional del ser humano. El anatema o la descalificación son el producto de los instintos más degradantes de la persona.
La homosexualidad, por ejemplo, ha sido desde la noche de los tiempos tan natural en el ser humano como su propia estructura corporal. En las sociedades antiguas, las tendencias sexuales y sobre todo los afectos personales se han depositado libremente en aquellos seres hacia los cuales se ha sentido amor, simpatía y deseos de compartir vivencias personales, independientemente de su sexo.
En el año 1929, uno de nuestros más ilustres juristas -Luis Jiménez de Asúa- escribió una pequeña obra que llevaba un título tan sugestivo como ‘Libertad de amar y derecho a morir’. Parece que, por desgracia, para ciertas cuestiones no pasa el tiempo: Las reacciones fueron en su momento tan desaforadas y virulentas en ciertos estamentos como lo serían en el presente. Mantenía el maestro que ‘La libertad de amar significa que los Estados no tienen por qué mezclarse en los sentimientos y emociones espirituales de los humanos’.
El Estado, por tanto, no es quién para calificar las amistades o los sentimientos, ni determina la perfección de un contrato para que dos personas hayan de sentirse unidos por simpatía recíproca. A lo que si ha de estar obligado es a utilizar los mecanismos democráticos de elaboración de las leyes para igualar a todos las ciudadanos ante una relación de pareja, sea esta cual sea.
No se entiende la oposición de determinados sectores a homologar jurídicamente el amor, independientemente del tipo de pareja que lo conforme, pues el amor es libre y esa es la base principal de la convivencia entre dos personas. Si el matrimonio, por ejemplo, es para los católicos un sacramento, nadie les discute esta creencia. Pero el matrimonio religioso, por sí mismo, no es admitido como relación jurídica sometida a las leyes de los hombres en un gran número de países. Los creyentes demuestran su coherencia respetándolo y contrayéndolo, pero no pueden imponer a un Estado aconfesional que limite la regulación jurídica de otras relaciones en las que la esencia de su origen y establecimiento está en el amor recíproco entre ambos contrayentes, iguales en derechos e igualmente libres.
Desde esta tribuna no se es especialmente favorable a una institución como el matrimonio. La libertad para amar a una persona y decidir convivir con ella siempre se verá limitada si se realiza desde un punto de vista contractual. Supone molestias innecesarias, y es el ejemplo más clarificador de un tipo de moral que interviene para poner condiciones al derecho de un individuo a ser feliz: Se crean normas para regular el matrimonio, por lo se han de crear otras para reglamentar las separaciones: Una pérdida lamentable de tiempo y de dinero, sólo para satisfacer las exigencias de una ética aburguesada. Pero si la institución existe, nadie debe quedar excluido de ella, sea por la razón que sea.
Según determinadas creencias, la razón última del matrimonio es la procreación, no la decisión de compartir una convivencia basada en el amor. Es por ello por lo que se oponen a que cualquier unión que no sea entre un hombre y una mujer lleve esa denominación. Independientemente de que se desconoce en base a qué autoridad se levanta esa bandera, desde un punto de vista tan particular también deberían ser condenadas las uniones heterosexuales que por el motivo que sea no tienen hijos, o habría de negársele la posibilidad de adoptar a una persona que ha decidido vivir sola. Afortunadamente, las cosas en la sociedad van por otro lado, y la institución familiar, contrariamente a los que piensan que está condenada a la desaparición, no hace más que enriquecerse al ampliar sus horizontes. El verdadero ataque al matrimonio, si decidimos denominar de esta manera a la unión de dos personas para convivir juntas, radica en la falta de lealtad entre los cónyuges o en el abuso de la posición dominante, ya sea ésta psíquica, física o económica; humillando y sometiendo a la parte más débil. Las consecuencias las estamos viviendo todos los días. No hay amor sin libertad, y una relación de pareja tampoco existe como tal si no se realiza desde la igualdad, pero eso a algunos parece no importarles demasiado.

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