lunes, 29 de septiembre de 2008


Caminabas asustado
por medio de la calle
bajo el sol del mediodía.
Llevabas la lengua fuera,
la cola escondida
y las orejas mostrando
la timidez y el miedo.
Te movías despacio,
flaco y descolorido,
ahuesado de hambre,
como el espectro abandonado
de lo que hubieses podido ser ser.
No intenté acercarme,
porque sabía
que huirías espantado,
en tu memoria perruna
no habías tenido tiempo
para aprender de caricias;
sólo sabías de desdichas
y estómagos vacíos.
Alguien te puso al alcance
con sumo cuidado
un balde con agua:
tú mirabas desde la profundidad
de tus ojos pintados
con todos los temores.
Poco a poco,
con infinita desconfianza,
te acercaste y bebiste.
Quizás por vez primera
supiste de algo que llaman generosidad,
y siempre desde lejos
decidiste seguir
al extraño ser que se apiadó
de tu sufrimiento.
Fue el primer paso,
querido amigo.
Luego vino una caricia,
y te quedaste en mi corazón para siempre.
Hoy, no se por qué,
después de tantos años
de haber pasado la angustia
de cerrarte los ojos,
lo he recordado...
Quizás porque desde tu fealdad de chucho
tuviste un corazón tan grande
que hubo en él sitio
para querer a todo el mundo.

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