jueves, 5 de junio de 2008

MAL DE AMORES


Me encontraba mal, eso resultaba evidente hasta para un neófito en el tema. Mal de amores, decía mi madre, siempre con el ojo clínico avizor. Como la cosa no se calmaba, una noche decidí ir al Centro de Caricias Perentorias. Era este un hospital totalmente privado que me habían recomendado más de una vez y nunca había visitado, por no disponer de conciertos con la seguridad social. A pesar de tal inconveniente, las listas de espera eran largas, pues disponían de las mejores profesionales de esta rama de la medicina, recolectadas por los cuatro rincones del planeta. Pero tal vez ingresando por el Servicio de Urgencias, y disponiendo de un saldo muy significativo en la cuenta corriente, pusieran soslayarse determinadas trabas burocráticas...
Mientras conducía no pude evitar fijarme en que los árboles se preparaban para un nuevo otoño, que se acercaba sigiloso con su carga de melancolía: Las hojas empezaban a coger número para dejar el nido y volar hasta el suelo, algo que quizás influía también en mi estado de ánimo, siempre afectado al acabar el verano.
Reconozco que las referencias sobre el hospital no erraron lo más mínimo: Me atendieron rápida y amablemente, aunque hube de esperar a que una de las doctoras se encontrase libre. Por lo visto, con los últimos calores del verano suelen tener más pacientes de lo normal... Cosas de las estadísticas.
El tema es que me atendió una hermosa y muy amable doctora, con unos enormes ojos negros que desprendían aromas a canela (detalle que no me pasó desapercibido). Otras cuestiones más secundarias eran el busto generoso que asomaba tras un botón de más, peligrosamente desabrochado en la camisa del uniforme; y una microfalda que finalizaba sin recato alguno un par de kilómetros por encima de la rodilla.
Me hizo pasar a su consulta. Al entrar nos rozamos, y me dio la sensación de que la doctora podría escucharme los latidos del corazón sin necesidad del estetoscopio. Lo primero era abrir una ficha clínica, me dijo. Nos sentamos uno frente al otro, sin escritorios que obstruyeran nuestra mutua visión. Mientras contestaba sus preguntas, evidentemente no pude desviar la mirada de sus ojos en todo momento. Siempre se ha comentado mucho esta tendencia mía al romanticismo.
A continuación me preguntó por el mal que me aquejaba y le expliqué lo de la urgencia de caricias. Me tranquilizó al contestar que había ido al sitio perfecto para ese mal. Me invitó a tumbarme en la camilla y se puso de inmediato con el tratamiento, con una calidez y delicadeza que superaba las expectativas de cualquier paciente. Al menos las mías, eso puedo asegurarlo. Se agradece que la clase médica no se limite a ejecutar su cometido con frialdad profesional. Desde el punto de vista del enfermo, la cuestión sicológica siempre se me ha antojado fundamental.
Cuando se rompió el hielo y hubo algo más de confianza, me comentó que en su tiempo libre era coleccionista de sinónimos. Le habían sorprendido un par de ellos que escuchó de mis labios en uno de los puntos álgidos del proceso curativo.
Me atreví a apostillar con un atrevimiento impropio de mí mismo, que tengo cajones enteros llenos de oraciones subordinadas, versos indefinidos y verbos que están pidiendo a gritos dejar de ser impersonales. Me sonrió de tal manera que sentí desaparecer todos los achaques.
Comenzaba a amanecer cuando dejé el Centro Médico. Me encontraba perfectamente. Además no iba solo. A partir de ese día tuve una Doctora de Atención Primaria en casa. Ya no sufro de mal de amores: Les aseguro que como médico de cabecera no tiene rival...

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