lunes, 28 de abril de 2008

EL TABLERO DE LA PERFIDIA


Los vigías apostados en las torres fueron privilegiados testigos del desastre. Y la promiscuidad de la reina blanca, la causa. Todos conocían de su estúpida fatuidad y los devaneos amorosos a los que dedicaba su tiempo, a espaldas del Rey. Los peones que la custodiaban procuraban disimular lo obvio, mostrando siempre una expresión imperturbable. Mejor no meterse en camisa de once varas, que los vasallos siempre pueden ser prescindibles en un arrebato de ira. Pero en el fondo asqueaba tanta galantería estúpida, y las atenciones que Su Majestad le dedicaba al Alfil que había elegido ella misma para que dirigiera su guardia personal: Un petimetre engreído, cuyo único mérito conocido era la conquista del corazón real... Los caballeros se preguntaban si el Rey Blanco sospechaba algo, o su condición de realeza no era óbice para ser el último en enterarse, como cualquier hijo de vecino en casos parecidos.
Nadie entendía muy bien las razones de aquella guerra. Quizás simplemente era que La Reina se aburría, le podía la ambición, o se sintió despechada al no poder despertar el interés amoroso del monarca forastero, el conocido como Rey Negro, por el color que eligió en su momento para su Estandarte. Las hostilidades habían comenzado semanas atrás, en una sorpresiva iniciativa después de tantos años de paz, al reclamar una provincia limítrofe, sin valor económico aparente. Era el pretexto, pero las verdaderas razones se sabían: Cada año se celebraba una semana de festejos, que reunía a la flor y nata de la Corte y los Caballeros de ambos reinos. Allí se desencadenó la tormenta. Desde el primer momento, Su Graciosa Majestad coqueteó de forma descarada, intentando atrapar en su red amatoria al vecino monarca. Al no conseguir sus propósitos, la venganza sustituyó al amor y puso en marcha una conspiración que manipuló sin tapujos el entorno del Rey, hasta que se desataron las hostilidades que llevaron a los dos países a la Guerra.
Ésta se había desarrollado sin enfrentamientos serios hasta el momento, pues los dos bandos necesitaron un margen de tiempo para reunir sus ejércitos y disponer lo necesario para la campaña. Pero hoy se encontraban frente a frente formando la línea de batalla, con las banderas al viento y las armaduras reluciendo al sol de la mañana, de un blanco inmaculado unas, negras como boca de lobo las contrarias.
Pequeñas escaramuzas se habían producido desde las primeras horas del alba, pero la verdadera batalla comenzó cuando el ejército adversario realizó una maniobra envolvente, lanzando un ataque que penetró profundamente en las líneas propias por uno de los flancos, con la propia figura del Rey Negro al frente de sus huestes. Mientras que las mesnadas blancas intentaban reordenar sus piezas en el campo de batalla y hombres valientes morían, la Reina sonreía complacida por el espectáculo... Y aprovechó para enviar un correo al Soberano Negro, en el que ofrecía un pacto en forma de matrimonio que uniese los dos reinos para el caso de que su marido cayese en el fragor del combate. La interceptación de semejante mensaje, que llegó de forma inmediata a manos del Rey, supuso que la vergüenza y la ira le enturbiaran la razón. Colmada la gota de su paciencia y ciego de rabia, el Príncipe Blanco lanzó un contraataque sin sentido, desoyendo los consejos de sus generales y dejándose llevar por la lógica del amante despechado, exponiendo a sus tropas al desastre, lejos ya de cualquier atisbo de estrategia. La batalla fue épica, el valor demostrado por un ejército sin consignas claras, glorioso. Cada uno se batió con fiereza por su cuenta, intentando compensar con coraje los errores tácticos, vengar de cualquier manera el honor ultrajado como si fuese propio. Por un momento pareció que la victoria estaba al alcance, pero las pérdidas comenzaron a ser cuantiosas y la caballería negra sorprendió con una carga que rompió el frente definitivamente. La derrota se impuso poco a poco, con una labor lenta de desgaste, que resultó definitiva al caer la tarde, cuando se inició la desbandada, definitivo final a un drama que regó con sangre y dolor el campo de batalla. Las últimas piezas de una tropa vencida y sin fuerzas, rindieron sus armas cuando vieron a su Rey caer, atravesada la blanca armadura por las lanzas enemigas.
El resto sólo fue ignominia. Mientras el adversario celebraba su triunfo, aún quedó la infamia de contemplar como la Dama Blanca se complacía en una ceremonia de público respeto al Campeón. Juntos y sonrientes entraron en la tienda real. De lo que allí dentro sucedió, todos, vencedores y vencidos, pudieron hacerse una clara idea sin necesidad de estimular demasiado la imaginación...

No hay comentarios: