domingo, 11 de noviembre de 2007

SABOR A MAR


Se había quedado prendada de él una hermosa mañana en que lo descubrió al frente del timón del pesquero, dibujando una línea blanca en la superficie del mar mientras buscaba el lugar propicio para recoger la cosecha diaria que el mar le ofrecía. Tenía un aspecto hermoso y triste. Le atrajo el aire de desolación que desprendían sus gestos y se quedó prendada de aquellos ojos apagados, donde la vida parecía esfumarse lentamente.
Desde aquél momento, se hizo costumbre esperarlo cada día, para ver cómo ejecutaba mecánicamente las labores de la pesca, con la esperanza de atrapar una brizna de alegría que alterase su semblante. Hasta que se preguntó por la razón de su interés por ese hombre y entendió que había crecido dentro de su pecho sin ella pretenderlo: Un sentimiento tan insondable como la mayor de las profundidades marinas. Fue entonces cuando decidió averiguar cual era el secreto que escondía, la causa del dolor que seguramente le estaba atravesando el alma.
Preguntó por el pueblo y comprendió. Le hablaron del terrible accidente mientras él se encontraba pescando. De la muerte de su mujer y su hija, de la desesperación, del tiempo recluido en un hogar ya vacío, de la progresiva vuelta a la normalidad que nunca volvió a ser igual... Le contaron que dejó de ver a sus amigos y acabó por convertirse en una figura solitaria, que sólo abandonaba su reclusión para salir a pescar por las mañanas y dar un paseo por la playa amparado en la oscuridad de la noche.
¿Cómo atreverse ella, una completa desconocida, a alterar esa rutina? Se limitó a seguirlo en la distancia, a compartir anónimamente su pena y escuchar en silencio los sollozos que alguna vez susurraba en las rocas que enmarcaban uno de los extremos de la playa. Él parecía al margen de todo que no fuese la burbuja de cristal de su sufrimiento, que amenazaba con romperse en cualquier momento para dar pié a alguna locura. Los días fueron pasando, y ella tenía que cumplir la promesa de volver. Le siguió por última vez en su paseo por la orilla del mar, y ahora sí se atrevió a acercarse.

-No puedes seguir así- le dijo. –Aún tienes quien te quiera-

No le dio tiempo a contestar. Echó a correr mientras se despojaba de la ropa, y al llegar el extremo del muelle se lanzó al mar mientras sus piernas se transformaban en una brillante e inmaculada cola de pescado. Volvía a ser lo que siempre había sido: una sirena. El amor no pudo cambiar su destino. Había aprendido que en ocasiones no basta con querer a alguien para que te amen.
A la mañana siguiente contempló como pasaba el barco de su amigo, puntual como siempre. ¿Por qué no seguirlo una vez más como la despedida definitiva?. En eso pensaba, cuando se pararon los motores. El hombre subió a la borda, miró alrededor como para tomar fuerzas y se dejó caer al agua. No hizo ningún otro movimiento, sólo hundirse lentamente con la boca abierta...
Hasta que sintió que tiraban de él. Una mano acarició su cabello y unos dedos dibujaron una caricia en su boca. Abrió los ojos para contemplar un rostro femenino de increíble belleza, que le miraba con enorme ternura:
-Lo siento, pero no puedo permitir que esto suceda. Y la razón está en lo que te comenté anoche...- escuchó que le decían, mientras un maravilloso sabor a mar se apoderaba de sus labios.

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