martes, 30 de octubre de 2007

HOMBRES DE LA MAR


Desde niño me ha atraído el mundo de los hombres de la mar. Quizás el cine y la literatura hayan tenido mucho que ver, puesto que adoraba las películas de aventureros y piratas, un símbolo de libertad, de vivir conforme a unas reglas propias y en un espacio limitado donde la camaradería y la lucha contra los elementos marcaban el devenir de los días. Desde esa época me encantan los grandes veleros y nunca perdía la ocasión de visitarlos cuando alguno hacía escala en la isla. También la novela aportó unos cuantos héroes al catálogo: Mi imaginación me llevó durante muchas jornadas junto al capitán Nemo, Sandokán o el capitán Acab, acompañándoles en sus singladuras, navegando a todo trapo con las velas desplegadas, o luchando a brazo partido para salvar el navío de una gran tormenta...
El caso es que esa identificación quedó definitivamente sellada cuando mi padre también se hizo marino, porque me permitió acercarme en persona al mundo real de estas gentes. O al menos el que existía en mi ciudad, Santa Cruz de Tenerife, y los alrededores de su puerto. No me hagan mucho caso, puede que en la nebulosa de mis recuerdos, esa realidad esté estrechamente entrelazada con la fantasía infantil. Pero admiré con entusiasmo a aquellos hombres y, que yo sepa, nadie ha hablado ni escrito sobre ellos. No conozco referencia alguna que se ocupase de su vida, de su sacrificio, y por qué no, de sus aventuras.
En los finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, la enésima crisis económica se había instalado por estos lares. Una nueva ornada de emigrantes canarios se repartía por el mundo, fenómeno que se reproducía una y otra vez en esta isla perdida en el atlántico. Una parte de ese capital humano –en realidad nadie los ha cuantificado- abandonó la tierra firme y convirtió al mar en su medio de vida. Entre ellos estuvo mi padre. También, en menor medida dos de sus hermanos, así que casi puede decirse que lo viví en primera persona.
Guardo un recuerdo muy vivo de aquella fauna que se movía por el Santa Cruz cercano al Puerto: Un triángulo cuyos vértices estaban en los alrededores de la marquesina, el bar Capricho y el Kiosco de Los Paragüitas –nombre con el que aún se conoce la histórica terraza situada en la Alameda del Duque de Santa Elena, ese maravilloso espacio de verdor y frescura que mira al mar-. Este era el verdadero punto neurálgico. Aunque a esa cafetería iba gente de toda condición, los verdaderos protagonistas eran los que tenían su vida unida al mar: Allí podía uno toparse con los marinos que por diversas circunstancias se encontraban provisionalmente en tierra y con los que buscaban embarcarse por primera vez y necesitaban alguna recomendación. También con los herederos del ya agonizante mundo del cambullón y, por último, con el auténtico monarca de aquél lugar: El cambista. Hablemos un poco de ellos:
Los cambulloneros habían sido desde la época de la posguerra un elemento fundamental en la economía isleña. Una buena parte de la población hizo frente a la escasez de alimentos básicos, el racionamiento y el hambre gracia a ellos. Y los más avispados llegaron a convertirse en los “nuevos ricos” de la época. En un sentido estricto, el cambullón es una operación que consiste en subir a bordo de un barco extranjero a vender los productos propios del país en el que está atracado o fondeado el buque, o a intercambiarlos por productos que aquí no había o escaseaban. Una profesión ilegal y perseguida por la guardia civil, pero que floreció porque los que se ocupaban de estas prácticas eran personas duras y unos auténticos linces en los negocios, que no dudaban en “comprar” la ceguera interesada de las autoridades. En los años sesenta estaban atravesando una época gloriosa: con lanchas rápidas se acercaban a los barcos fondeados fuera del puerto, tenían contactos estrechos que les suministraban todo tipo de productos, y eran los únicos que conseguían mercancías que de otra manera nunca se habrían visto por aquí. Ganaban dinero a espuertas. Tenían un estilo particular de vestir, sobre todo de noche, y eran clientes “de primera” en los escasos establecimientos nocturnos de la época. Amaban el tango y llevaban trajes hechos a medida, mucha brillantina en el pelo y les sobraban los billetes que nunca guardaban en la cartera, sino directamente en los bolsillos de los pantalones. Tener un cambullonero en la familia era ya de por sí un seguro de que nada iba a faltar en casa. De aquella Edad de Oro habla una copla, que explica muy bien lo que eran estos personajes, a ojos del pueblo llano:

- “Yo tengo un hermano cura / y un hermano carpintero, / y a mí me tiene en la gloria / mi novio el cambullonero”-

Otro personaje legendario, al menos para mi ingenua mirada, era el del “librecambista”. El que tuve la suerte de conocer, era originario de la isla de Madeira y me encantaba escuchar su suave acento portugués. Tenía mesa reservada en “Los Paragüitas”, que utilizaba a manera de despacho, y era puntual, amable y, muy importante en su negocio, escrupulosamente honrado. Podías llevarle billetes y monedas de cualquier lugar del mundo, y cambiarlos por dinero español. No me pregunten cuáles eran sus cotizaciones ni por sus ganancias porque nunca pude saberlo, pero si es cierto que la gente lo prefería porque podías sacar algo más de rentabilidad que en los bancos, y a la vez, tomar una caña de cerveza gratis. Yo lo adoraba. Le llevaba monedas sueltas de procedencias diversas que mi padre siempre me traída de sus viajes, y él me dejaba sentarme en su mesa, me invitaba a un refresco y una tapa de papas fritas que me sabían a gloria, y sospecho que me daba más dinero del que correspondía a la “operación”.

En ese mundo de gente aparentemente ruda, pero que me trataba con enorme cariño, yo me sentía como en casa. Les veía comportarse con una actitud algo forzada, incómodos, como si se encontraran fuera de su elemento y desearan volver al mar lo antes posible. Escuchaba atentamente las conversaciones -algunas emitidas entre susurros-, las recomendaciones de no embarcar en tal o cual barco por motivos que se me escapaban, y las aventuras sin fin que tanto en la mar como en tierra, les sucedían: Historias de piratas en el Mar de China, incendios en petroleros, contrabandos, juergas sin fin en los Carnavales de Río, intentos de saltarse el bloqueo de Cuba, viajes a la Antártida donde el hielo para las bebidas se cogía en los glaciares... Había momentos en que sólo faltaba que el viejo y amargado Acab apareciera para llevarnos consigo y satisfacer definitivamente su venganza contra la Gran Ballena Blanca... Allí aprendí que habían dos clases de mares: El más cercano, que viene a visitarnos en la orilla y le gusta relacionarse con la gente. Y el Gran Océano, que pertenece exclusivamente a la estirpe marinera, embrujada por su hechizo a la vez hermoso y terrible.

No sé qué ha sido de ellos. Muchos ya habrán fallecido. Otros, como mi padre, acabaron por darle la espalda al mar por razones que nunca explican. Y hubo algunos a los que se les perdió por completo la pista y que espero hayan encontrado su lugar en el mundo. Nunca han estado en estadística alguna. Pocos o muchos, fueron otra forma distinta de emigración y su esfuerzo contribuyó a salvar los muebles de estas islas en momentos complicados. Ojalá alguien un día se decida a contar su historia. Yo sólo me he limitado a plasmar aquí una parte de mis recuerdos.

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