sábado, 14 de julio de 2007

RELIGIÓN

¿En qué crees?, le preguntó.
Él la miró directamente a los ojos,
puso una mano en su mejilla,
y habló con voz muy queda,
como si temiese romper
el hechizo que habían creado juntos
aquella tarde de invierno:
“Por sobre todas las cosas,
creo en lo que siento
cuando estás a mi lado.
Las oraciones que me importan
son las que me susurras al oído.
Mi mayor pecado es tu ausencia,
y la peor penitencia, la distancia.
Las cuentas de mi rosario
están formadas con las perlas
que se esconden en tus ojos.
De existir el cielo,
está cerca de la curva de tu espalda.
Cultivo la religión de desearte,
de perderme en el paraíso que encierras
en el vértice final de tus muslos.
El infierno sería
que mis labios no bebieran de tu piel,
o perder de vista tu cuerpo dormido
entre las sábanas revueltas.
Creo en el tiempo
que reservas para amarme,
en que se paren los relojes
cuando estás entre mis brazos,
en el lecho donde puedo cubrirme
con tu cuerpo de ola.
Soy devoto del aire que te viste:
es la ropa que mejor te sienta.
Y, por si aún no lo sabías,
la doctrina que profeso
es hacerte sentir la llamada
del volcán que dormita en tu seno.
Creo en todo eso.
Nada más y nada menos”.

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