lunes, 16 de abril de 2007

EL ADIÓS


Desde el anonimato de la calle, te contemplaba en la cafetería donde estabas ahora. Detrás del cristal de la ventana, recostada contra la silla con la cabeza gacha y la mirada perdida en el fondo de tus pensamientos, me pareciste más hermosa que nunca. Te había seguido hasta allí, sin atreverme a que me vieras, dudando a cada momento qué hacer después de la discusión que había sacudido nuestros sueños.
Me sentía ridículo en aquella esquina, así que decidí entrar. Me senté a tu lado sin saber muy bien qué decir, ni qué hacer, pero con una disculpa en la mirada. Tus ojos me traspasaron sin modificar el gesto, adustos, sin permitir que nada perturbase tu llanto... Te tomé de la mano, deposité delicadamente un beso en tu mejilla, te acaricié el rostro y sequé tus lágrimas. Tú no te moviste. No hubo respuesta, ninguna palabra, ninguna señal. De improviso, te levantaste y saliste a toda prisa, me costaba seguir tus pasos: Empezaba a darme cuenta de la gravedad de lo ocurrido y de sus posibles consecuencias. En mi inconsciencia egoísta, esta vez había ido demasiado lejos. Llegamos a casa, subimos juntos en el ascensor y a cada minuto se me acrecentaba una angustiosa sensación de invisibilidad. No querías o, simplemente, no podías soportar verme
Me debatía buscando una solución, intenté improvisar una explicación plausible en mi descargo, rezando para escuchar de tus labios otra oportunidad. Te acercaste al escritorio lentamente, escribiste algo en un papel arrancado al cuaderno de notas y lo arrojaste al suelo entre gemidos de un sufrimiento tan hondo que me sobrecogía. Con un violento portazo, entraste en el dormitorio. Recogí el papel y pude contemplar aquellas mayúsculas dolorosamente desairadas:

- ESTA NOCHE RECOJO MIS COSAS Y MAÑANA ME IRÉ -

Y una sensación de aplastante silencio se apoderó del aire.

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