martes, 6 de marzo de 2007

ANDRESÍN EL MARINO

Esta es una historia que sucedió hace muchos años, cuando la modernidad era algo muy lejano a Tenerife y la vida era sencilla, pero muy dura. Transcurre en gran parte en un diminuto pueblo de la costa, situado al abrigo de una caleta. Unas cuantas casas al lado del mar y una sola calle de tierra es el escenario donde vivían varias familias dedicadas a las labores de la pesca. Una pequeña comunidad, donde las escasas alegrías y las más abundantes penas eran cosa de todos.
La labor de los hombres era la pesca. Salían cada amanecer en pequeñas barcas a la faena diaria, excepto en los días de mal tiempo, en que se paralizaban todas las labores de la mar. Las mujeres eran las encargadas de la venta. Ataviadas con sus faldas grises y los pañuelos anudados en la cabeza para ayudar a cargar el barreño donde llevaban el pescado, realizaban caminatas de horas para acercarse a los núcleos de población más próximos y vender allí el producto de tanto esfuerzo. Regresaban al atardecer, cansadas de andar, aprovechando para comentar con las comadres las novedades del día. En lo referente a los niños, las horas transcurrían entre ayudar a los mayores a reparar las artes de pesca, lavar las barquillas y aprender a construir aparejos de pesca. Pero la mayor parte del tiempo lo dedicaban a los juegos, que inevitablemente tenían también que ver con la mar. No había escuela. Ejercía de maestro el viejo D. Andrés, un antiguo farero que fue destinado en su juventud a la conservación del viejo faro, y que cuando lo cerraron, se había enamorado de una joven del pueblo y se quedó allí para siempre.
Cuando la mar embravecía, cambiaba la rutina diaria. Había entonces tiempo para cavilar, y los pensamientos de muchos volaban hasta el recuerdo de los hombres y muchachos que habían desaparecido en días como esos. La mar era generosa con sus hijos, pero también se cobraba su tributo en vidas. Por eso es habitual ver en alguna peña cercana a un pueblo de pescadores una cruz mirando al mar, como homenaje a los desaparecidos. Eso era lo peor para las familias. No saber qué ha sido del marido, del padre, del hermano... Era el segundo oficio del pueblo: El de la espera.
En una casita blanca, al lado de la pequeña ermita, vivía una familia que también estaba abatida por la tragedia y el dolor. Andrés, hijo del viejo farero, y Candelaria habían tenido cuatro hijos, pero uno murió de enfermedad al poco de nacer, y pocos meses después, los dos mayores no regresaron un aciago día en que una tormenta los sorprendió faenando. La familia vivía envuelta en la pena y la desolación por la tragedia, y ya sólo les quedaba el consuelo de ver crecer a Andresín, el único vástago que les quedaba.
Era un niño listo. Su abuelo siempre comentaba asombrado que había aprendido a leer solo, y había devorado con fruición los pocos libros que aún quedaban en el faro abandonado. Con esfuerzo, y gracias a antiguos conocidos de la capital, pudo conseguirle muchos más y con el paso del tiempo y llegado a la adolescencia, todo el pueblo se conjuró para conseguir que fuera el primero que pudiese escapar de su destino y labrarse una vida diferente. Pero el muchacho amaba la mar. Así que hubo que llegar a un acuerdo con él: Tendría libertad para elegir y decidió ingresar en la Escuela de Náutica, para cambiar las pequeñas barcas por un gran navío que surcara los mares del mundo.
Llegó el día de la separación. La madre lloraba en silencio su temor de no ver nunca más al único hijo que le quedaba. Desde aquél pequeño rincón, el mundo estaba lleno de peligros para un humilde pescador. El día de la partida, abuelo, padre e hijo se reunieron antes de amanecer, en la Cruz de los Desaparecidos.

- “Por allí he visto desaparecer a las personas que más he querido, hijo”- le dijo el padre. – “En ese horizonte desaparecieron tus hermanos, aunque nunca he perdido del todo la esperanza de volver a verlos algún día. Pero temo más por ti. Porque nuestras raíces son lo que estás viendo, y si las terminas olvidando entre tanta maravilla que conocerás en tu vida, acabarás por no saber quién eres. Nunca olvides que aquí están los que te quieren. Es mejor que la partida sea ahora, porque si no, tu madre no podrá soportarlo” –.
- “Confío en ti” – habló enigmáticamente el abuelo. “Sé que estaremos orgullosos por lo que vas a hacer. Y que cumplirás tu parte del trato” -.

Se abrazaron entre lágrimas. Andresín se alejó por el camino que salía del pueblo, cargando una maleta de madera, mientras el sol acercaba sus primeros rayos de luz.
Y el tiempo fue pasando. Una vez al mes llegaba una carta de Andresín, en la que contaba las peripecias de aquella vida tan diferente a la monotonía del pueblo, donde nada cambiaba con el paso de los años. Un día, junto con la carta, les llegó una foto en la que el muchacho mostraba orgulloso su título recién adquirido de Oficial de Marina Mercante. La celebración se vio ensombrecida porque les comunicaba que había encontrado trabajo en un barco que iba a iniciar una singladura de meses por los océanos y no sabía, por tanto, cuando podría volver a hacerles llegar noticias. Las cartas se espaciaron y, al final, dejaron de llegar.
Transcurrieron algunos años. Falleció el viejo farero y Andrés y Candelaria se hacían mayores, anhelando volver a ver a su hijo. Una mañana, los sorprendidos vecinos vieron llegar a toda carrera al cartero:

- “Un telegrama” – Resoplaba: “Un telegrama de Andresín” -.

La gente no podía creerlo. Un aire de fiesta lo impregnó todo. El texto decía que regresaba, y que llevaba con él un gran tesoro. Todos se preguntaban por el significado del mensaje, y la espera se hizo eterna. Meses después, una mañana en que los pescadores se dirigían al pequeño embarcadero para hacerse a la mar, se encontraron con la silueta de un enorme barco que había fondeado en la bahía. Bandadas de gaviotas revoloteaban sin cesar.
Nadie hizo nada, hasta saber lo que aquello significaba. Intuían que estaba por suceder un acontecimiento importante en la humilde historia del pueblo, que tenía a todos los vecinos pendientes de lo que vendría a continuación. Una motora se fue acercando con rapidez. Se distinguía en ella una figura que parecía hacer señales con los brazos. Al poco llegó el sonido de su voz.

- “Soy Andresín, el de Andrés y Candelaria”- gritaba con fuerza.

Aquello era un milagro que sería contado de padres a hijos durante generaciones. Estalló el júbilo cuando la motora llegó a tierra. Lo abrazaban, lo estrujaban..., pero él sólo preguntaba por sus padres. Lentamente, todos fueron callando y haciendo un pequeño pasillo por el que se acercaban dos figuras ya encorvadas.

- “Mi niño” – Repetía la madre una y otra vez, mientras se fundían en un abrazo. Cuando lograron calmarse, el recién llegado señaló al buque desde que retornaba de nuevo la motora.

- “Ahora traerán regalos para todos. Este va a ser un día de fiesta y nadie se quedará sin un recuerdo. Pero para ustedes, madre y padre, es el tesoro del que les hablé en el telegrama y que nunca dejé de buscar desde que pude poner los pies en mi primer barco” -

Las miradas se dirigieron de nuevo a la motora, en la que destacaban ahora, no una, sino dos figuras haciendo gestos ostensibles.

- “Dios bendito” – dijo alguien
- “Mis hijos” – gritó Doña Candelaria, y hubo que sostenerla porque sufrió un pequeño desmayo.
- “Es verdad” – explicaba Andresín. –“Mi obsesión desde que salí de este pueblo fue averiguar si la esperanza de mis padres era cierta y mis hermanos seguían vivos. Si era así, tenía que dar con ellos y traerlos de vuelta. Fue la promesa que le hice al abuelo, a cambio de mis estudios. Al producirse el naufragio, y después de un par de días flotando a merced del mar, fueron recogidos por un barco extranjero que los llevó a su puerto de destino, donde han estado trabajando todo este tiempo en los muelles. Hemos vuelto para demostrarles a todos que nunca hemos olvidado a nuestra gente ” –

Y esa noche, mientras sus hermanos contaban sus aventuras a la luz de una gran fogata, Andresín se dirigió al cementerio con un ramo de flores para su abuelo. Mientras las depositaba al pie de su tumba, susurró:

- “Gracias, abuelo. Porque todo ha sido obra tuya” -.

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